Pablo Ulloa

Pablo Ulloa, 1985, Temuco. Cuando niño, cada vez que conocía a alguien, le pedía que me hiciera un dibujo; me fascinaba ver cómo se movía el trazo y se formaba una imagen. En cuarto básico vi un dibujo de manga japonés por primera vez. Tengo el momento grabado como un trauma maravilloso: era el calco que había hecho el hermano mayor de una compañera de curso de un personaje de Masakazu Katsura. Él iba en séptimo, y yo lo idolatraba como hoy idolatro a Claudio Bravo o a Bouguereau. Dibujé cómic desde ese día hasta cuarto medio. Luego, en la carrera de Bellas Artes, aprendí las bases del dibujo académico, pero no fue hasta después de licenciarme que me encontré fuertemente con la pintura clásica, sobre todo con la del siglo XIX. El desafío técnico y la posibilidad de narrar historias me fascinaron una vez más y me permitieron explorar la imaginación que la universidad había acartonado con la frialdad del arte conceptual. Las letras de Ayn Rand, Roger Scruton, Dickie y Diderot, además, me mostraron la capacidad que tiene la pintura de tocar fibras íntimas, inherentes a la raza humana, más allá de su época. Hoy estoy enfocado en los sentimientos dulces, tiernos, inocentes; quiero dar un espacio al niño interno como un modesto escondite frente a las calamidades del mundo.
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